Don Fernando siempre fue blanco, su padre, su
abuelo y su bisabuelo lo fueron. Su abuela y su bisabuela no pudieron serlo
porque las mujeres no votaban, “La política es cosa de hombres” les decían; las
leyes no las contemplaban como electoras. Su madre si votó aunque él nunca supo
a que partido. La única y repetida respuesta ante la pregunta: ¿Que votó máma? era:
“La justicia, voté por la justicia m´hijo.”
Al amanecer, ensilló el caballo y salió al
trotecito hacia la escuela. Tanteó el bolsillo de su campera para cerciorarse
de que llevaba la credencial y la lista. Tanteó el otro, lo abrió y sacó otra
lista. Miró para todos lados y detuvo el caballo, bajó y con el viejo facón hizo
un hueco en la tierra depositándola allí.
Retomó el camino recordando la vergüenza que
sintió en el pueblo cuando pidió “para ver” una lista de tres colores.
- Es para mi sobrino, vio, que me pidió que le llevara.
Había improvisado en la ocasión sintiendo rubor
debajo de su barba.
Escuchó con atención cuando le explicaron qué
era un plebiscito y para qué servía la papeleta rosada que debía poner junto a la lista de tres
colores.
- Bueno, le voy a decir a mi sobrino.
En la escuela se encontró con unos cuantos
vecinos, muchos mostrando pañuelos y hasta algún poncho como divisa aunque se
cuidaban de que no se asomara del bolsillo la lista de su preferencia. Se
formaron ruedas y conversó con amigos de muchas cosas siempre con habilidad para
que no se le escapara su predilección política.
En la noche, ya en su rancho, quedó despierto
escuchando los resultados en la radio. Oyó con asombro que en la escuela que él
había votado, ganaron la lista de tres colores y las papeletas rosadas.
En la madrugada, arrancó una vieja cortina, la
ató a un palo y salió para el pueblo enarbolando la improvisada bandera. Cuando
la luz del sol iluminó el paisaje dejó ver a Don Fernando muerto tirado en el
pasto y el caballo a su lado. De la bandera ni rastros.
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